San Agustín de Aguarás es tierra bendecida por humildes guardianes del espíritu. En esos cuatro caminos la gracia de otra dimensión de la existencia. Así lo respiré el día que conocí a Sonia Paneque, mujer de ojos vivaces. Mujer con la urgencia de un paso tras otro, pero con la sutileza de quien presta sus libretas y sabe que no es en vano.
Rafael Téllez dejó en un libro de cedro sus versos, pero Sonia escribía con su `puño y letra noveletas que mostraban los conflictos humanos, pero siempre con la certeza de avivar historias para ese lector que buscaba la aventura del amor para ir de casa en casa a encontrar la libreta siguiente.
Su ejercicio de escritora a mano la convirtió en un suceso en San Agustín desde hace unos treinta años. Nada de máquina de escribir. Nada de computadora. A lápiz o lapicero ella dejó palabra por palabra, como lo hizo Miguel de Cervantes con su pluma de fuente al legarnos la gran obra de la literatura hispanoamericana El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Antes de la imprenta se dejaban las palabras en la piedra o en el papiro. Así Sonia Paneque nos deja su obra, perdida de casa en casa o en una gaveta familiar. Lo hermoso, lo realmente hermoso era que fue feliz tejiendo historias, poblando su soledad con personajes que entraban a su casa y salían, como fantasmas.
Noviembre la vio irse tras la línea del horizonte y en el cementerio de Palmarito yacen sus restos, pero la mirada pícara y la sonrisa de una tejedora de ensueños se quedan en cada palabra que permanece. Y en la verdad que de casa en casa fue habitando la curiosidad de quien se busca en la mirada atenta del escritor.
Noviembre trajo de vuelta a Sonia a su raíz. Sus últimos años fueron en la ciudad de Holguín al cuidado de los suyos, pero la brisa de la otrora hacienda de Aguarás llama a sus personajes, que dejan de ser fantasmas para ser voces que sueñan calladas, en el tejido espiritual de las palabras que estarán por siempre en el sitio amado de la infancia.




