MIR, Holguín, Cuba. – La madrugada del 4 de noviembre de1958 amaneció con un silencio distinto en los montes de Mir. No era la paz de la campiña, sino esa quietud espesa y cargada que precede a los hechos que quedarán grabados en la memoria de un pueblo. La niebla, común en estas alturas del oriente cubano, se aferraba a las hojas de los árboles como un testigo mudo, envolviendo en un manto de discreción un acto que marcaría un punto de inflexión en la lucha contra la tiranía de Batista.

No hubo fanfarrias ni discursos ante multitudes. El escenario fue la más estricta intimidad de la clandestinidad guerrillera. Bajo la sombra de un árbol, con el mapa de la guerra desplegado sobre las rodillas y los fusiles como único ornamento, un puñado de hombres, curtidos por la Sierra Maestra y la fe en una causa, se congregó alrededor de una figura que empezaba a convertirse en leyenda: el Comandante Fidel Castro.

 

La fundación del IV Frente Simón Bolívar no fue un acto burocrático, sino una decisión estratégica tallada en la necesidad. La Revolución, que hasta entonces había concentrado su poderío en la Sierra Maestra, necesitaba expandir su radio de acción, asfixiar al enemigo en múltiples frentes y llevar la tea libertadora a nuevos territorios. El oriente de Cuba, con su compleja geografía y su arraigado sentimiento independentista, era el lugar perfecto.

 

Fidel, con esa mirada que parece ver más allá del presente inmediato, explicó la misión. No se trataba solo de abrir un nuevo campo de batalla, sino de crear una estructura militar y política autosuficiente. El IV Frente, tendría una tarea titánica: operar de manera semi-independiente en una vasta zona que abarcaría desde Holguín hasta las puertas de Camagüey, hostigando al ejército regular, cortando sus vías de suministro y organizando a los campesinos en el corazón mismo de la contienda.

 

El nombre elegido no fue casual. “Simón Bolívar”, el Libertador de América, era un símbolo potente. Era un guiño a la lucha continental, un recordatorio de que la batalla en Cuba era un capítulo más en la larga guerra por la soberanía de Nuestra América. Bautizar así al frente era infundirle, desde su nacimiento, un espíritu de grandeza y una vocación patriótica que trascendía las fronteras de la isla.

 

Los rostros de aquellos hombres – Delio Gómez Ochoa, Eddy Suñol, y otros combatientes cuyos nombres la historia oficial a veces olvida pero que el pueblo recuerda – estaban serios, concentrados. No había espacio para la frivolidad. Comprendían el peso de la encomienda. Se les entregaba no solo un mandato, sino una responsabilidad histórica. Eran la semilla de un ejército que debía crecer y florecer en tierra hostil.

 

El juramento, si lo hubo, debió ser silencioso. Un apretón de manos, una mirada de complicidad, la certeza compartida de que a partir de ese momento sus vidas pertenecían por completo a la geografía accidentada de la lucha. La crónica de ese día no se escribió con tinta, sino con la huella de las botas en el barro, con la promesa de futuros combates, con la fundación de hospitales de campaña y escuelas rudimentarias en la manigua.

 

Hoy, décadas después, el poblado de Mir guarda el recuerdo como un tesoro. Donde antes solo había llanuras y conspiración, ahora hay un modesto monumento, una llama que narra con su fuego ferviente el hecho para las nuevas generaciones. Pero la verdadera esencia de aquel 4 de noviembre no está solo en la piedra, sino en el eco que perdura: el de una decisión audaz que, surgida de la niebla y la determinación, ayudó a trazar el rumbo definitivo de Cuba hacia su liberación. La fundación del IV Frente Simón Bolívar fue, en esencia, el día en que la Revolución aprendió a multiplica


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